¡Toto, no regreses nunca!
El paraíso perdido de Tornatore: tiempo y memoria, de la inocencia hacia la madurez.
“El tiempo no pasó:
aquí está.
Pasamos nosotros.
Solo nosotros somos el pasado.”
— José Emilio Pacheco1
El Paraíso tiene distintos nombres: puede ser el Edén, el cielo, la gloria, el vergel, la Jauja, el Nirvana, o incluso una biblioteca, como para Borges; pero para Giuseppe Tornatore, es una sala de cine.
Aunque en el español mexicano y otras lenguas existe la palabra “Cinema”, no la solemos usar como lo hacen los italianos. “Chí-ne-ma” resulta mucho más hermosa. Su etimología proviene del griego κίνημα (kínēma), que proviene de kínēsis: movimiento. El cine es precisamente eso, imágenes en movimiento. Lo vemos en Giancaldo, un lugar imaginario de Sicilia, esa isla terrosa del Mediterráneo. Lo vemos en las personas que lo habitan: el loco de la plaza, el dormilón, el rico, la pareja de enamorados, el boletero, el sacerdote, las mujeres y los niños. Lo vemos en el vaivén del mar que les rodea. Está en Toto, nuestro protagonista, y en Alfredo, un hombre mayor, proyeccionista del cine, que será el padre que Toto nunca tuvo. El movimiento está ahí en la oscuridad de la sala, entre las butacas, la pantalla, las risas y las lágrimas. Todos esos elementos unidos como los engranajes de un reloj, recibiendo la vida de esa luz mágica que sale por la boca de un león.
Fue el poeta John Milton, otro ciego como Borges y Alfredo, que concebía el Paraíso como el origen de la inocencia. Se sabe que compuso el Paraíso perdido de memoria. Era hasta el alba que, con la ayuda de un amanuense, transmitía lo que en la negrura de la noche anterior había escuchado en su mente. Al fin y al cabo, la poesía es “la otra voz”2. En sus versos podemos advertir que hemos perdido el Paraíso porque perdimos la inocencia.
La misma connotación religiosa en la película de Tornatore está ahí: es un paraíso censurado por el sacerdote de la iglesia, quien veía con antelación los filmes y con el sonido de una campanita ordenaba cortar los besos, o todo lo pareciera sexual. Toto representa la inocencia, pues es quien decide robar algunos de esos besos mutilados y esconderlos en una caja de galletas, junto con el único retrato de su padre ausente por la guerra. Los resguarda, como si de alguna manera Toto supiera que hay que evitar a toda costa la pérdida del origen primigenio, que además es altamente inflamable igual que el celuloide que lo contiene.
Y tanto Toto como Alfredo son tocados por el fuego. Ese paraíso arde en un incendio, pero resurge de las cenizas el Nuovo Cinema Paradiso, aunque ya no es Alfredo quien lo opera, sino que en una bellísima elipsis, vemos crecer a Toto al toque de las manos de su maestro. Toto es ahora un adolescente y está enamorado de Elena.
Decía Octavio Paz que “el fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo, y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor.”3 Erotismo y amor son la llama doble de la existencia. ¿Acaso no es el mismo fuego el que nos da nacimiento y muerte, y que, además, nos trae de nuevo a la vida?
Alfredo se queda ciego por las llamas, pero en esa adversidad encuentra la sabiduría: “Brillará más radiante nuestro esplendor, si sabemos convertir lo pequeño en grande, lo nocivo en útil, la desgracia en prosperidad”, nos dice Milton4, pero para nuestro Lázaro, el fuego tiene un sentido más profundo:
“Ahora que he perdido la vista, veo mejor.
Cosas que nunca vi antes.”
Y con esa verdad revelada es que Alfredo hace prometer algo a Toto:
“Vete, no vuelvas. No pienses en nosotros. No mires atrás. No escribas, no cedas a la nostalgia. Olvídanos a todos. Si vuelves, no quiero verte. No te quiero oír. No quiero que entres en casa. ¿Entendido? Lo único que quiero es que sigas adelante, que crezcas, que vivas.”
Estas palabras son el eje emocional y narrativo de Nuovo Cinema Paradiso5. El diálogo refleja la influencia de Alfredo en la vida de Toto. No sólo ha sido su mejor amigo y el padre que nunca tuvo, sino un guía. Esa escena crucial en la estación de trenes, está escrita y dirigida con mucha poesía por parte de Tornatore. Toto se aleja de su pasado y del cine que lo formó, mientras Alfredo le da un último consejo para seguir adelante. Es tan poderosa la metáfora del viaje de la vida y del cambio inevitable, que empezamos a sentir que nosotros somos Toto.
Y es que Tornatore escribe un guión muy sencillo: un hombre de mediana edad regresa a su pueblo natal después de treinta años de ausencia.6 Pero el tiempo lo ha transformado todo, las personas y el lugar lugar que una vez amó ahora son casi irreconocibles.
Todo comienza con la madre de Toto intentando localizarlo por teléfono. Toto recibe el mensaje de que Alfredo ha muerto. Y mientras se desata una tormenta, regresamos al pasado. Vemos la niñez de Toto, su amor por el cine, y empezamos a conocer a Alfredo, de quien recibe todo su cariño y conocimiento. Observamos cómo crece, se enamora, va a la guerra y, finalmente, parte de Giancaldo hacia Roma con una promesa: nunca volver.
A su regreso, las lágrimas de Toto son nuestras. Son la tormenta nocturna al inicio de la película, arrastrándonos de vuelta al pasado de forma circular. Tiempo y memoria confluyen aquí como el río de Heráclito, constatan que nadie puede vivir dos veces, ni siquiera en el recuerdo.
“Siempre he tenido miedo de volver. Y ahora, después de todos estos años, creía que era más fuerte, que había olvidado muchas cosas. Pero todo está ahí, frente a mí, como si nunca me hubiera ido. Y, sin embargo, miro a mi alrededor y no reconozco a nadie.”
La nostalgia ya no es suficiente. Representa la verdad que Alfredo había comprendido en su ceguera:
“La vida no es lo que ves en las películas.
La vida es mucho más dura.”
Esa dureza de la que habla Alfredo es la muerte. Es la otra cara de la vida, un espejo. Es el principio de la historia y su desenlace. Asistimos al funeral de Alfredo. Todo el pueblo, esos fantasmas de los que habla la mamá de Toto, están presentes. Han envejecido. Y el Nuevo Cinema Paradiso se derrumba. Una era se ha terminado. La hemos perdido.
Pero al final, Alfredo deja a Todo un regalo inesperado. A pesar de haberle dicho que nunca volviera, sabía que Toto regresaría. Porque las promesas son sólo eso, palabras en el aire. Lo que le dejó es una herencia simbólica. Son los besos que habían sido censurados, pero Alfredo los ha unido en un sólo carrete. Son una película, una carta de amor, un epitafio: Los paraísos sólo duran un instante7.
Del poema “Aves de paso” de José Emilio Pacheco. Tarde o temprano (2013). Fondo de Cultura Económica.
La frase completa de Octavio Paz está en el primer capítulo de su libro La llama doble, “Los Reinos del Pan”, dice: “El lenguaje del poema es el lenguaje de todos los días y, al mismo tiempo, ese lenguaje dice cosas distintas a las que todos decimos. Ésta es la razón del recelo con que han visto a la poesía mística todas las Iglesias. San Juan de la Cruz no quería decir nada que se apartase de las enseñanzas de la Iglesia; no obstante, sin quererlo, sus poemas decían otras cosas. Los ejemplos podrían multiplicarse. La peligrosidad de la poesía es inherente a su ejercicio y es constante en todas las épocas y en todos los poetas. Hay siempre una hendedura entre el decir social y el poético: la poesía es la otra voz”.
Paz, O. (2007). La llama doble: amor y erotismo. Seix Barral.
Milton, J. (1667). Paraíso perdido. Libro digital.
Tuve la oportunidad de ver esta película restaurada por Criterion Collection en 4K. Las imágenes junto con la partitura de Ennio Morricone, se potencian de manera única. Lo que no pudieron corregir fue el doblaje al italiano. Tengo entendido que se hizo así porque el actor Philippe Noiret, quien interpretó a Alfredo, era francés y dijo todas sus líneas en su lengua materna.
Este relato se enmarca en el género Coming of Age, que proviene de la literatura (bildungsroman). En el cine, hay obras ejemplares como Stand by Me (1986) de Rob Reiner, The Three of Life (2011) de Terrence Malick o Boyhood (2014) de Richard Linklater. Estas películas capturan el proceso de crecimiento y transformación de su protagonista, de la infancia a la madurez. De manera similar, en la literatura, están en grandes novelas como Demian (1919) de Hermann Hesse, The Catcher in the Rye (1951) de J.D. Salinger o Las batallas en el desierto (1981) de José Emilio Pacheco, por mencionar algunas. Todas recurren a la memoria, todas nos dicen: la vida es breve.
De un verso de JEP en “Los mares del sur”. Tarde o temprano (2013). Fondo de Cultura Económica.